LA BELLEZA Y LA VERDAD

 
La belleza y la verdad guardan una relación de necesidad mutua. Relación de necesidad intrínseca sin la cual no podríamos apreciarlas. La verdad está relacionada con la esencia de las cosas tal como son, con la identidad profunda de todos los seres, que al manifestarse en formas se nos muestra en múltiples expresiones de belleza. La forma concreta de las cosas nos ayuda a percibir su esencia que es ilimitada e infinita y por tanto, resultaría inaprensible e inaccesible para nuestros sentidos físicos y nuestra disposición mental limitados. Es la forma, como expresión de la esencia, la que nos permite acceder a ésta, aunque sea limitadamente. Cuando la forma es expresión natural de la esencia, siempre es extraordinariamente bella. ¿Hay algún paisaje natural, virgen, que no sea bello? Incluso en las afirmaciones más intensas del poder del cosmos, en aquellas que nos inquietan, asustan y nos resultan amenazantes, podríamos apreciar la belleza de su fuerza y su poder, si estuviéramos conectados a nosotros mismos y, en consecuencia, a la tierra y al cosmos. Lo genuino es siempre bello porque entre la esencia y su expresión no mediatizada en la forma siempre hay coherencia y armonía. Lo genuino siempre es hermoso y más en estos tiempos de purpurina, celofán y papel couché, en los que se pretende hacer arte de la impostura, de la desmesura y de la apariencia.
Es en la expresión artística del ser humano donde se aprecia también esta relación entre verdad y belleza. Esto sucede porque todo proceso artístico requiere que el autor entre en su interior e inevitablemente se aproxime con mayor o menor éxito a su propia esencia.
En la expresión literaria tenemos muchos ejemplos de ello. Cuando el poeta bilbaíno Blas de Otero expresa “a golpes de agonía vivo” nos indica, con la honestidad de quien es capaz de mirar su interior, su situación de sufrimiento inherente a su vivencia y, aunque el poeta se queda en el “yo sufro”, este darse cuenta es el inicio de un posible camino de consciencia. Entre la expresión dramática del “yo sufro” de Blas de Otero y la primera noble verdad del budismo “el sufrimiento existe” no existe ninguna diferencia. Naturalmente que Buda nos aporta la comprensión de las causas del sufrimiento y el modo de disolverlo. Pero sin la comprensión de la verdad del sufrimiento no hay posibilidad de evolución alguna.
Lope de Vega, en su poema Ausencia nos describe el proceder del ser desconectado de sí mismo:

                          Ir y quedar y con quedar partirse.
                                 Partir sin alma, ir con alma ajena (…)
                                 Arder como la vela y consumirse,
                                 haciendo torres sobre la tierna arena.
                                 Caer de un cielo y ser demonio en pena
                                 y de serlo jamás arrepentirse.
                                 Hablar entre las mudas soledades,
                                 pedir a la fe paciencia,
                                 creer sospechas o negar verdades,
                                 es lo que llaman en el mundo ausencia.
                                 Fuego en el alma y en la vida infierno.
                                 Y lo que es temporal llamar eterno,
                                 es lo que llaman en el mundo ausencia.

Borges en uno de sus cuentos tiene una maravillosa frase: el destino de un hombre, por muy complicado que éste sea, se resume en un instante, aquel en el que aprende quién es él. Y, efectivamente, saber quiénes y qué somos realmente cambia toda nuestra vida. La expresión literaria es bella porque de una forma u otra apunta a la esencia, o nos da un indicio o vislumbre de ella. La capacidad de comunicación de la literatura o la obra artística reside en que lo expresado por ella es común a todos nosotros porque todos participamos de la misma esencia.
Mención aparte merece el escultor y poeta vasco Jorge Oteiza absorto en la idea del vacío como generador de toda forma en la escultura, como espacio de protección, de curación de la angustia y de la muerte, como un espacio sagrado, por tanto. Para él la propia escultura la conforma el vacío (esencia) que hay dentro de ella y las chapas o materiales que recubren ese vacío son su envoltorio, su forma. Expresa también que “para elevarnos descendemos a nuestro interior” y que “Dios ha creado al hombre para que éste lo recree a su imagen y semejanza en la obra de arte”. Así esculpió los apóstoles de Aránzazu, sin tripas, sin entrañas, vacíos por dentro de cualquier emoción perturbadora, proyectados hacia el cielo en sus estilizadas figuras y  expandiéndose uno junto al otro en horizontal.
La potentísima intuición de Oteiza nos lleva a la Vacuidad, como espacio ilimitado, generador, esencial, dinámico, motor, del que surgen todas las formas. El espacio de la Vacuidad es Consciencia y de ésta surgen todas las formas que serán necesariamente bellas si son reflejo de Ella.