Desiertos,
espejismos
y oasis de paz interior
Los desiertos me imponen. Los
encuentro bellos y aterradores. En apariencia estáticos su esencia es el
cambio. Son indómitos.
Me imagino caminando perdido y sin referencia. Creyendo avanzar retrocedo
o tal vez, giro en círculos sin saberlo. Siempre sediento. Entre la sed y
el horizonte: nada. Fatiga, sol abrasador y más sed.
Entre la sed y el horizonte: un espejismo. El desierto en apariencia
transmutado en vergel, en oasis rebosante de agua vivificadora.
Los espejismos me seducen y me aterran en su futilidad.
Me imagino transitando los más cotidianos, con su fachada sólida y segura
como esos enormes edificios enmoquetados de costumbre, amortiguados,
hilomusicalizados.
O tal vez me veo sumergido en los espejismos evasivos de botellón o polvo
blanco, enganchado a los sueños dentro del ensueño.
O dócilmente devoto de los del más allá del más aquí, como los que
tradiciones religiosas anquilosadas ofrecen, promesas de océanos de agua
fresca, pero para mañana, siempre mañana.
El ensueño tiene grietas y rendijas por las que asoman inoportunas la sed,
el caminar pesado de los pies semienterrados en las dunas de arena reseca.
Resaca sedienta de la evasión frustrada. El rechinar hiriente de la
arenilla entre los dientes que mascullan letanías huecas, genuflexiones y
postraciones de las que sólo deviene el polvo del desierto agarrado
pertinaz a las rodillas y muslos, a las manos y se incrusta bajo las uñas.
El viento inmisericorde desmontando a bocanadas exóticos y coloristas
restos de rituales vacíos y rancios.
Me imagino, al fin, caminando entre las dunas, perdido y sin referencia,
sediento. Entre la sed y el horizonte: nada.
En la desesperanza total tomo una decisión en apariencia suicida y me
siento a sabiendas de que me expongo a los aguijones de los escorpiones de
la memoria frustrada.
Cierro los ojos y pido hasta que percibo en mis manos el suave roce de
una bolsita de paño algo ajada. De su interior extraigo el péndulo de la
atención que como zahorí inexperto sujeto torpemente para dejarlo caer a
plomo.
Con perseverancia aprendo a sostenerlo con firmeza y temple, y espero a
sabiendas de que de nada sirve el empeño de esfuerzo y empujón.
Repentinamente, tímidas gotas de agua fresca tiran del cordel justo desde
las palmas de las manos, o desde las plantas de los pies, o tal vez desde
el centro del pecho.
Y el goteo se hace discurrir de riachuelo con su blablublear sonriente y
luego río caudaloso que acaricia el cuerpo todo, y al fin, estrepitosa
cascada que se precipita imprudente desde lo alto de la cabeza con tal
fuerza y contundencia que arrastra la tierra seca adherida a la garganta
sin dejar nada.
El desierto transmutado en vergel, oasis interior de paz consciente
refrescante y vivificadora.
Me veo caminando, al fin reencontrado, y con la sólida referencia del
frescor inagotable de la Presencia .
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