TAN VALIOSO COMO HERÁCLITO

 

Es esta una historia de una región muy transitada, una de tantas por las que innumerables pies caminan sin reparar en los hermosos secretos que atesoran. Ocurrió en la falda de un majestuoso monte, junto al que se había instalado un humilde taller de traducción.

Quien sabe por qué insondables caprichos de la vida, todas las personas que trabajaban en aquel taller habían podido dedicar años de su vida al estudio y la formación y, en consecuencia, poseían una sólida y amplia base intelectual. Todos menos uno, Joanes, que desde muy joven había tenido que dedicarse a trabajar. 

Joanes veía a sus compañeros paseando orgullosos con aquellos extraños libros en tibetano, compilando dibujos,  organizando archivos, imprimiendo enseñanzas que serían de gran valor en nuestro occidente sediento de sabiduría, y no podía evitar un abatimiento que se repetía una y otra vez. 

Su mundo interior se agitaba como un remolino de papeles levantado violentamente por el cierzo. Comenzaba sintiéndose minusvalorado, seguía buscando culpables y cuando los encontraba, cosa que nunca resulta difícil, se ensañaba mentalmente con ellos, tratando inútilmente de, minimizando a los demás, salvarse él y reconciliarse consigo mismo. 

Pero su corazón era inmenso y fértil. Pronto comprendía que los demás no eran responsables de su sufrimiento, que el pasajero comentario de uno o el generoso gesto de ayuda de otro no eran los causantes de su pena.

Esto le dejaba en una situación aún más difícil.

Comenzaba sus reflexiones con un rotundo: “Si estoy sufriendo, algo o alguien ha de ser el responsable”. Pronto su bondad natural le llevaba a exculpar a los demás de sus tribulaciones. Y, una vez más, concluía decidiendo que si los demás se encargaban de las tareas importantes, era porque él no valía para nada.

Un día al finalizar una de las enseñanzas, Joanes se acercó al Sabio Maestro y compartió sus inquietudes. El maestro le escuchó con total atención, como si en aquel espacio de tiempo no cupiera nada más en todo el universo. Sus oscuras pupilas reflejaban la tristeza honda de su discípulo, pero derramaban una vida que solo podía invitar a la paz y el sosiego.

Cuando Joanes terminó su plática, el maestro no pudo o, mejor dicho, no quiso reprimir el fugaz brillo de un minúsculo gesto cómico en la comisura de sus labios. Es una de las expresiones de la sabiduría. Sabiduría de quien, sabiendo que el problema es de importancia capital, reconoce su falta de realidad.

Verdaderamente es un chiste que la salvación del sufrimiento, la llave, sea aquello mismo que te hace sufrir, porque… has aceptado como cierto lo que no es real. Si llegas a comprenderlo, solo queda la carcajada.

Joanes había sido muy explícito con su maestro. Le contó su pena y también los oscuros pensamientos que alimentaba a veces contra las personas que le rodeaban y a las que, además, apreciaba. Pero en el rostro del maestro, no encontró la dureza del reproche, como había temido.

Cuando el discípulo habla, expresa normalmente su preocupación y su pregunta, pero habitualmente trae, también, un esbozo de respuesta. A veces el maestro le ayuda a ser consciente de lo que ya sabía, otras, por el contrario, inesperadamente, le sorprende.

-          Joanes- comenzó el maestro con voz suave- tú eres un buen discípulo y lo sabes. Estás haciendo tu trabajo interior con mucha diligencia y eso te ha permitido identificar tu dolor con total claridad. O casi.

¿Crees que eres una persona que se desvive por los demás y se dedica intensamente a hacer cosas? ¿Te calificarías como persona muy activa, e incluso nerviosa?

-          No entiendo, maestro.

-          Si quieres llegar a conocer el gran gozo, es necesario limpiar tu mente de aquello que la atrae sin remisión, arrastrando tu atención como un remolino a una hoja. Para llegar al silencio hemos de arreglar aquellas cuestiones que se hallan sin resolver en nuestro interior, porque sino reclaman nuestro interés una y otra vez, y no podemos ser libres.

Tu estás ahora viviendo la vida con inquietud, con tensión. Un pensamiento, la duda de si eres tan bueno como los demás, te está desangrando. Y con la esperanza de acallar tu sufrimiento interior, te esfuerzas en hacer muchas cosas y todas bien. Pero eso es un ideal.

Y todo por acallar un pensamiento. Debes observarlo con atención. Los pensamientos no son la vida, no son la verdad. Los pensamientos son sólo pensamientos. Y, como podrás ver, para mantener su férreo control, son capaces de defender ahora una cosa y luego la contraria. No hay realidad en sus proposiciones.

Has de resolver este nudo, has de comprenderlo. Aunque la mente de los pensamientos diga lo contrario, no es cierto que en toda tu vida no vayas a poder desempeñar otras responsabilidades. Pero es muy real que si no apartas este obstáculo, poco vas a poder ayudarte a ti mismo y menos aún a los demás.

Quizás te resulte difícil aceptarlo ahora, pero las tareas que se te encomiendan son las que en este momento tú necesitas. Incluso si quisieras abordar otras, lo harías con tanta tensión, tanto miedo, que el resultado seguramente no sería satisfactorio para ti y acabarías reforzando ideas negativas.

-          Pero maestro, es que lo que yo hago realmente no es muy importante.

-          ¿Por qué dices eso? ¿Acaso crees que un Gobierno entero podría sobrevivir sin cocineros? Mira este reloj. Es muy hermoso, pero sobretodo muy fiable. A la vista encuentras la esfera y estas hermosas agujas talladas. Parece que no necesita más. Y, sin embargo, ¿de que serviría este reloj sino tuviera pila? O más aún, ¿de que serviría si un pequeño, humilde engranaje dejara de rodar y se saliera de su eje? Tendríamos una hermosa maquinita incapaz de dar la hora. Lo mismo ocurriría con un coche carísimo al que, de pronto, le fallara un minúsculo fusible. Ahí quedaría, parado, incapaz de ayudar en nada. Eso es parte de la interdependencia de todas las cosas.

Una vez me contaron una anécdota sobre Heráclito, uno de los más famosos filósofos de la Antigua Grecia. Tan importante él que su pensamiento ha llegado hasta nuestros días, más de 2.500 años después de su muerte.

También en vida era muy famoso y por esto una vez un muy poderoso soberano, el Rey de Persia, recorrió muchos kilómetros para conocerlo. Lo encontró jugando con unos niños. Se acercó con todo su poder, su cortejo y sus valientes generales, pero Heráclito, aparentemente ajeno, siguió sumergido en aquel humilde juego.

El Rey, molesto, bramó contra aquel hombre. Puedo imaginarlo gritando: “¿Eres tú ese que dicen tan importante? ¿Esto es lo que sabes hacer, juegos de niños?” 

Heráclito, seguramente escuchando a sus espaldas el bramar de tantos caballos, y los metálicos chasquidos de espadas, escudos y armaduras, se volvió tranquilamente, alzó la mirada y encontró la ira en la cara del Rey. Y con voz pausada respondió: “Acaso su majestad piensa que hace cosas muy primordiales, que conduce todo un imperio. Y yo digo al viento que mucho más difícil es hacer lo que yo en este momento estoy haciendo”.

-          Oh maestro, perdona mi ignorancia, pero… no lo comprendo

-          Escucha al viento. (…) Lo más fácil del mundo es hacer aquello que demanda tu ego. Si has nacido príncipe y tienes la adhesión de tus guerreros, construirás un imperio, porque tu ego siempre quiere ser el más grande, el primero.

Lo difícil es saber estar. Teniendo tanto que escribir y contar, saber estar no haciendo, implica un gran nivel de desarrollo interior, de aceptación de ti mismo y de la vida. Eso es lo que buscaba Heráclito.

Y te advierto que por la tierra donde él vivía han pasado los más grandes conquistadores y constructores de imperios de la historia. Pero de su descomunal empeño, apenas quedan algunas piedras sueltas como recuerdo. Sin embargo, siguen estando vivas las palabras de Heráclito.

Joanes, no te preocupes y ten confianza. Lo importante no son en sí las tareas que se realizan, sino la motivación y la visión que ponemos en ellas.

Haz ahora tu trabajo sin perder de vista lo fundamental: no nos deja ninguna huella que unos gramos de polvo oscurezcan la esquina de un mueble. Pero si unas micras de oscurecimiento ocultan tu mente profunda, esto te produce sufrimiento y el sufrimiento se comunica más rápidamente que la gripe. Tu pena llega al otro como reproche, tu ira es vivida por quien más quieres como la cuchillada que un cruel verdugo da a una inocente víctima.

Así que observa atentamente donde se acumula la suciedad interior, porque cuando brilles sin mácula, el trabajo exterior parecerá hacerse solo.

Agradeció Joanes las palabras de su maestro y, sin poder reprimir su curiosidad, quiso saber cómo terminó la anécdota del filósofo.

Tu mismo puedes imaginarlo. Un rey encendido de ira, desautorizado por un insignificante personaje en medio de bien armados generales… 

Para mi sorpresa, quien me la contó sugería que el Rey, determinó que ese hombre estaba loco.

Yo, personalmente, creo que él, no creía ciertas sus propias palabras. Imagino que, consciente de la situación creada e impresionado por ese hombre que lo enfrentaba con tan apacible resolución en su mirada, encontró la salida para todos más airosa.

-          No quiero ser pesado, pero, de todas maneras, Maestro, me sigue pareciendo que mi función es insignificante.

-          Recuerda, Joanes, tus compañeros aquí se afanan por traducir sabias enseñanzas del pasado de la mejor forma posible. Pero no hay traducción del Dharma más valiosa que conseguir la liberación en tu propia vida para poder ayudar a los demás a conseguirla. Esa es la traducción más directa, hermosa y poderosa que puedes hacer para nuestro mundo de hoy.

 

Pasaron los días y Joanes continuaba realizando las mismas tareas. Recordaba una y otra vez la respuesta del Sabio Maestro, observaba sin descanso sus mecanismos mentales y descubría sus secretos, aceptaba su realidad en la medida que podía. 

Aprendió a reconocer la importancia de las tareas que desempeñaba. Encontró así en los demás sinceros gestos de agradecimiento y aprecio. Supo también reconocer que era hábil haciendo esos trabajos, y que no todo el mundo podía desempeñarlos con soltura. Comprendió también la interdependencia de unos con otros y se sintió por fin una parte capital del taller de traducción. Y eso alivió un poco su dolor.

Aprendió algo más importante aún, a no dejarse arrastrar por los pensamientos que le sacaban del momento presente, tuviera entre manos una pequeña o gran tarea. Y dolor empezó a perder su posición de predominio. Ya no controlaba, ahora era un objeto más del mundo interior, desagradable pero no aquella ola que arrasaba.

Vivir en el presente le ayudó, además, a apreciar más abiertamente la belleza de sus propios movimientos, y la de los demás. El mundo comenzó a ser más amable.

Por último comprendió también el miedo que alimentaba su dolor. Miedo a la soledad, al rechazo de los demás a no contar para nadie. Y cuando conoció su miedo, lo transitó con la fuerza que da saberse ya entrenado. Lo transitó valientemente, confiadamente, asentó en él su tienda y armado solo con su simple mirada lo desafió. El miedo se levantó haciendo la noche aún más sobrecogedora. Se levantó más y más, parecía no tener límites. Bramó para atenazar de temor o dejó caer pesadamente un atormentador manto de silencio gélido. Pero Joanes se mantuvo en calma, dejó hacer. Y cuando el miedo hubo empleado toda su fuerza, de pronto… se desvaneció para siempre. 

 

Pasaron algunas estaciones y, un soleado día de primavera, mientras se encontraba en sus quehaceres cotidianos, sintió nacer una honda paz que le abarrotaba entero. No había ya problema en su mente. Sonó la gran carcajada, y quien se había sentido innumerables veces víctima de sordos complots, sintió expandirse su corazón de forma tan gozosa y amorosa que a todos los seres abarcaba, fuera cual fuera su color, nivel económico, religión o planeta. 

El narrador se detuvo en ese momento. Su mirada se posó profunda en la mía. Sentí su fuerza y mi miedo, su comprensión y aceptación y mi abandono. Continuó dulcemente: 

“Ese humilde discípulo, Joanes, era yo”.

 

La historia que me había contado mi maestro había sido realmente bella, pero esas palabras finales habían sacudido mi corazón como un terremoto. ¿Podía esa persona sobre cuyos hombros descansaban tantas cosas fundamentales, ser aquel que se había soñado incapaz, carente? ¿Podía ser mi maestro, todo paz, la persona nerviosa que decía fue? No podía siquiera imaginarlo. 

Pero sí podía reconocerme en el lugar del discípulo.

 

Qué ironía que la historia de mi maestro sea tan parecida a la mía. Acaso todas nuestras historias no se distancian tanto. Acaso yo también, algún día, pueda contar a algún discípulo, la historia del valiente Joanes que más tarde llegó a ser el maestro…de otro Joanes que llegó a ser… su maestro.