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Cuando ocurrió éste cuento, me encontraba
yo de estudiante. Tendré que decir que no me faltaban
amigos, inteligencia, ni recursos económicos, pero
a pesar de ello no podía estudiar.
Un
desasosiego inmundo recorría mi cuerpo. Temo que
jamás podré explicarlo, pero era algo así
como si se me hubiera levantado la tapa del cráneo
y un gran dolor penetrase por ahí invadiendo todo
mi cuerpo y coloreando sombríamente todo mi ánimo.
Así
vivía yo aquellos días, como despellejado,
sintiendo en mí la vida como un dolor, cada segundo
como irritante contacto del que no hay manera de esconderse.
Encontraba
sin embargo, un mínimo de sosiego en largas caminatas
por el monte a paso ligero, como si el andar deprisa me
proporcionase una meta, como si el paso presuroso marcase
un rumbo a mi divagar.
Aquel
día tomé sin ganas el desayuno que me sirvieron
y sabiendo que no podría rendir gran cosa, me eché
al camino con la vaga esperanza de despejar aquellos nubarrones.
La leyenda decía que en aquella fuente se calmaba
la inquietud, así que hacia allí me dirigí.
La
incomodidad del escabroso sendero, me hizo fluir precipitadamente
en el, como torrente que remontase su propio cauce, de modo
que mis miembros se estiraban y mi interior desabrimiento
encontraba en el abrupto exterior justificación.
Atravesé
pedregales, me agaché en umbríos pasadizos
de matorral, trepé apoyándome en los salientes
de imponentes rocas.
Tras
un ligero descenso, llegué a orillas de la fuente
y como estaba sofocado, me incliné a beber.
Bebí
y vi. En el sigiloso brotar de la fuente, en el fondo de
donde manaba, en el calmo fluir de lo que fluye, reconocí
mi pupila. Mi conciencia se elevó como columna sobre
la pupila y con esa perspectiva pude mirar el panorama.
La fuente era mi ojo, el monte de esfuerzo que yo trepaba
era mi cuerpo, la herida que yo notaba era la llamada del
Maestro a desplegarme completo.
Firmado:
Basilio